Palabras que actúan como dosis ínfimas de arsénico que uno traga sin darse cuenta e intoxican el pensamiento, que es el paso previo a la acción; que descienden suavemente por la garganta con doble sentido, que hubiéramos querido pronunciar y fuimos incapaces de hacerlo, políticamente correctas, arrinconadas en la clandestinidad por los políticamente correcto, olvidadas en el baúl del pasado. Palabras que provocan estremecimientos, que abren horizontes, que salvan vidas, que hieren como navajas. Efímeras, que vienen y van en las alas de la moda, que vinieron para quedarse.

Las palabras tienen una identidad construida a lo largo de los siglos. Son elocuentes y hablan a aquellos que se detienen a pronunciarlas una y otra vez hasta extraerles su esencia.

Cuando las palabras se alían entre sí, ceden una porción de su soberanía para construir una identidad conjunta. Se asociación solidariamente, incluso cuando sus significados son antagónicos. La esencia de cada una de ellas se trasforma y enriquece al cobijo de las otras que componen la expresión.

El inmenso caudal del idioma fluye con sus infinitas ramificaciones como un río del que parten regatos que se convierten en surcos por los que circulan las palabras y las expresiones, como lo hace el agua al encuentro de la tierra, que la aguarda para que participe en la prodigiosa tarea de alumbrar la vida vegetal. El árbol que hidrata el agua se convierte en papel, en una hoja de papel en blanco, que es para la escritura lo que el silencio para la música: un componente imprescindible.

En la quietud de la noche, el corazón bombea la sangre que escala hasta el cerebro, por cuyo complejo circuito viajan las experiencias, las inquietudes y las emociones acumuladas durante la jornada, a la espera de que el motor de la creatividad se ponga en marcha y las convierta en poemas. Y así, días que se convierten en semanas, mesas, años, décadas, centurias y milenios.

La mente está en alerta para captar los destellos de la inspiración, que se presenta sin llamar a la puerta, nunca deja imágenes idénticas en su fugaz trazado y tampoco otorga segundas oportunidades.

Y como sucede con el viento, no se le puede poner fronteras. La muralla de la ortodoxia se derrumba ante el ímpetu de lo que brota: puntos, comas y todos los signos de la ortografía pierden su jerarquía y se ponen al servicio del texto para que éste refleje con fidelidad los sentimientos que quiere trasmitir el que escribe.

Los hijos no son una campana que anuncia a sus padres de Oriente a Occidente, sino que son aquello que otros, que nada saben de sus progenitores, ven ellos: son una nueva entidad. LO mismo sucede con los textos escritos, porque desde el momento en que un lector hace un alto en su camino, se evade del ruido que lo rodea y logra internarse por el itinerario de las palabras, en su cerebro nace una nueva obra.

La controversia que suscita la cuestión de si la literatura es de quien la escribe o de aquel que la necesita seguirá alimentando los debates. Las profecías de los agoreros del apocalipsis, que auguraban la muerte de los libros, resultaron fallidas.

Algún día, cuando el sol engulla la Tierra y ya no estemos, alguien leerá palabras atragantadas, disfrazadas, que no salen, temerosas, rabiosas. Palabras que dicen, que hablan, que callan, que no dicen nada, que pasan, que exclaman, que interrogan, que animan, que machacan. Palabra de aliento, de esperanza de tormento.
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5/12/2020
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